La niebla sube, el telón
se abre
La niebla envuelve la montaña como el aroma de un café
recién servido, impregnando cada rincón con su esencia delicada.
Estás en Samaná, en lo alto, donde el aire es casi agua y la vista se desdibuja
en blanco. Frente a ti, una taza humeante. Detrás de ella, una historia de casi
300 años en suelo dominicano… y muchos siglos más antes de llegar aquí.
Pero hoy no estás simplemente tomando café.
Estás en primera fila, como en una sala de cine.
Delante de tus ojos se va a proyectar la vida de un grano de café: su origen en
África, su paso por Yemen, su salto a Europa, la travesía al Caribe y,
finalmente, su llegada a un lugar como La Fábrica – Coffee & Cacao Factory,
donde territorio, comunidad y esencia se convierten en café de especialidad.
El telón se abre.
La primera escena nos lleva más de mil años atrás.
Siglo IX–XIII: África. Donde
el café aprende a existir
La pantalla imaginaria muestra un bosque húmedo en el
suroeste de Etiopía.
Estamos en la región de Kaffa, entre los siglos IX y XIII. Las montañas están
cubiertas de niebla y vegetación espesa. Entre hojas brillantes, crecen
arbustos cargados de pequeñas cerezas rojas.
Los botánicos de hoy lo llaman Coffea arabica:
una especie nacida de un cruce natural entre otras dos plantas africanas.
Nadie lo sabe aún, pero ese híbrido cambiará la historia del mundo.
En la escena, pastores y pueblos oromo recolectan esas
cerezas. No preparan café como bebida: mezclan los frutos con grasa animal para
obtener energía. Son siglos de uso silencioso, sin tostado, sin infusión, sin
taza.
Tú observas.
Aún no hay ritual. No hay “cafecito”.
Solo una planta salvaje y una energía primitiva, en bruto.
Siglo XV: Yemen. El
grano se convierte en oración
La imagen cambia.
Ahora estás al otro lado del mar Rojo, en el siglo XV. El puerto de Moka, en
Yemen, hierve de caravanas y barcos. En un monasterio sufí, monjes de túnicas
oscuras colocan las semillas de aquel fruto africano sobre fuego suave.
Las tuestan por primera vez con intención.
Las muelen.
Las infusionan en agua caliente.
En cámara lenta, ves caer el primer hilo de café en una
taza de barro.
El líquido es negro, intenso.
Cuando los monjes lo beben, sus ojos se abren; la vigilia se alarga; la noche
deja de ser un obstáculo para la oración.
Nace la qahwa: el café como bebida, alrededor del
siglo XV.
De este pequeño rincón del mundo islámico, el hábito se extiende a ciudades
como La Meca, El Cairo, Damasco, Estambul. Surgen las primeras casas de café.
Aparecen discusiones, prohibiciones, defensores apasionados.
Tú, sentado, ves cómo el grano deja de ser simple fruto
para convertirse en ritual, en costumbre, en excusa para conversar y pensar.
Te suena familiar.
Sin saberlo, estás viendo los ancestros lejanos del “¿ya colaron café?”.
Siglo XVI–XVII:
Imperios, prohibiciones y la gran fuga hacia Europa
La escena se vuelve más intensa.
Es el siglo XVI. Algunos gobernantes intentan prohibir el café en La Meca,
temiendo que las tertulias en las cafeterías generen ideas peligrosas. En los
documentos judiciales se discute si esta bebida debe ser permitida.
Las imágenes cambian rápido:
Constantinopla, con sus qahveh khaneh llenas de humo y debate.
Luego, Venecia, hacia 1615, recibiendo cargamentos de granos desde los puertos
árabes.
Marsella, 1659: el café entra a Francia.
Más tarde, Viena: cafeterías elegantes, intelectuales, diplomáticos. El café se
convierte en lubricante de cultura.
Mientras tanto, en pantalla aparece otro actor clave:
las flotas holandesas.
A finales del siglo XVII, comerciantes neerlandeses logran llevar plantas de
café fuera del control árabe, cultivándolas en invernaderos europeos y después
en colonias como Java.
En Europa, el café deja de ser exotismo para convertirse
en hábito.
Pero una parte de esta historia aún falta: tu protagonista todavía no ha pisado
el Caribe.
Siglo XVIII: El árbol de
Luis XIV y el viaje suicida de Gabriel de Clieu
La luz se concentra ahora en París, año 1714.
En el Jardín Real de Plantas, crece un árbol cuidadosamente protegido: un
cafeto que Francia ha recibido como símbolo de prestigio. Es la joya botánica
de la época, orgullo de Luis XIV.
Aparece un hombre en pantalla:
Gabriel de Clieu, oficial de la Marina.
En 1720 (algunas crónicas sitúan la travesía en torno a 1723), consigue un
esqueje de ese árbol real. Su misión parece absurda: llevar esa planta viva al
Caribe, concretamente a Martinica.
Tormentas feroces que golpean la
embarcación durante noches enteras, inclinando el barco hasta hacer pensar que
la planta no sobreviviría, un intento de sabotaje por parte de
un pasajero celoso, que rompe el silencio de la travesía y pone en riesgo la
misión, el cristal protector astillado, dejando al pequeño
cafeto expuesto al viento salado y al clima impredecible del Atlántico, la escasez de agua dulce, que
obliga a De Clieu a compartir su propia ración con la planta para mantenerla
viva.
Esa planta —la que tú estás viendo en pantalla resistir
vientos y olas— será la madre de millones de cafetos en América.
El café está a un océano de distancia de convertirse en
dominicano.
1735–1750: La
Hispaniola. El grano pisa suelo dominicano
El mapa del Caribe llena la pantalla.
Las islas francesas reciben primero las plantas: Martinica, Guadalupe,
Saint-Domingue.
De allí, poco a poco, el café salta a la parte española de la isla de La
Hispaniola.
Hacia 1735–1750, los registros coloniales ya mencionan
plantaciones de café en la parte que hoy conocemos como República Dominicana.
Se habla de zonas:
del Cibao,
de la Cordillera
Central,
de montañas húmedas en el interior.
El clima es perfecto.
La altitud, la lluvia, la sombra de los bosques tropicales: todo recuerda, de
alguna forma, las condiciones de Etiopía y Yemen.
Tú, sentado, entiendes algo importante:
cuando hoy decimos que el café dominicano ronda los 300 años de historia, no
hablamos de una metáfora. Hablamos de una continuidad agrícola y cultural que
arranca en ese siglo XVII.
Pero en esta película, todavía falta un escenario clave:
Samaná.
Samaná: lo que la tierra
recuerda… y que los hechos sostienen
La imagen se acerca a la península de Samaná.
No estás viendo un documento; estás viendo un territorio que habla por sí
mismo: montañas envueltas en neblina, valles húmedos, suelos oscuros, caminos
que huelen a sal y a hoja mojada.
Aquí no estamos frente a una simple sospecha romántica. A
partir del siglo XVIII, colonos franceses instalados en la región —primero bajo
la administración colonial francesa y luego en distintos movimientos
migratorios— se dedicaron al cultivo de café y al corte de maderas preciosas
para exportación. Con el tiempo, familias como los Tessón, Clarac y Arrendel
sembraron cafetales en estas lomas, mientras se integraban también españoles y
afrodescendientes llegados de otras islas.
El eje económico se consolidó en el siglo XIX: el pequeño
poblado de Las Cañitas, rebautizado luego como Sánchez, se transformó en uno de
los puertos comerciales más importantes del país. La construcción del llamado Ferrocarril
Samaná–Santiago —que en la práctica unió Sánchez con La Vega a partir de 1887—
conectó directamente el puerto con el corazón agrícola del Cibao, facilitando
la salida de productos como café y cacao hacia mercados externos. Más tarde, la
instalación de una sucursal del Royal Bank of Canada, uno de los primeros
bancos extranjeros del país y popularmente conocido como “el banco inglés”,
confirmó el peso financiero de este puerto dentro de la economía nacional.
Nada de eso ocurre en un territorio sin producción. Nada
de eso ocurre en una península irrelevante. Detrás de esas vías férreas, de
esos muelles y de ese banco extranjero, había montañas sembradas, sacos que
bajaban desde el interior y barcos que zarpaban cargados de mercancías. Entre
ellos, el café de Samaná.
Por eso, cuando hoy miras las lomas desde la carretera o
desde una banca de La Fábrica, no estás imaginando una historia posible. Estás
viendo un paisaje que ya fue cafetalero, aunque los archivos hayan sido
discretos. Proyectos como La Fábrica no inventan el café en Samaná: reactivan
una memoria agrícola que el territorio nunca perdió, solo dejó de contarse en
voz alta.
El dominicano y su café: del pilón al alma
Un corte de escena te lleva a una cocina dominicana
cualquiera.
Puede ser en Nagua, en Samaná, en las terrenas o en un campo profundo de
nuestra tierra.
Alguien prende el fuego, otra muele café en un pilón. El sonido rítmico del
mazo contra la madera es casi un tambor.
El café dominicano, servido dulce y fuerte, no es solo
bebida:
El café dominicano es mucho más que una bebida: es
bienvenida para quien llega, compañía fiel en la madrugada de quien sale a
trabajar, consuelo tibio en las tardes de lluvia y, a la vez, la mejor excusa
tanto para una conversación profunda como para un chisme cariñoso que se
comparte sin culpa.
“¿Un cafecito?”.
No es una pregunta inocente; es un gesto de afecto, de hospitalidad, de
pertenencia.
En tu asiento, entiendes que el café aquí no es un
producto más.
Es un pilar cultural y económico, un símbolo íntimo del dominicano de a pie.
La nueva trama: el
regreso de la especie incomprendida (Canephora / Robusta)
La pantalla cambia de tono.
Aparecen mapas de producción, gráficos, fincas de baja altitud en África, Asia,
América Latina.
Ves aparecer el nombre científico: Coffea canephora.
Es la especie a la que pertenece la mayoría de las Robustas.
Los datos desfilan frente a ti:
Canephora —la familia de las robustas— muestra una
resiliencia notable: tolera mejor el calor y la sequía, se adapta a altitudes
más bajas, requiere menos insumos para ofrecer buenos rendimientos y, cuando se
procesa con técnica y cuidado, puede revelar perfiles sensoriales densos y
sedosos, con matices que van del chocolate negro al tabaco, las especias, el
tamarindo, el ron y las pasas.
La robusta no fue muy popular, pero el problema nunca fue
la especie; fue el manejo:
cosechas sin selección, secados descuidados, fermentaciones accidentales,
mezclas sin trazabilidad.
El resultado: tazas ásperas, prejuicios profundos.
Pero el siglo XXI está reescribiendo ese guion.
En países como Vietnam, Uganda, Costa de Marfil, India, la Canephora y ahora República
Dominicana se está procesando con respeto: fermentaciones controladas, secados
precisos, tostados inteligentes.
Para ti, como espectador, este capítulo es clave:
en un mundo de cambio climático y mercados saturados, revalorar la Canephora
abre puertas a nuevos sabores, nuevas economías y nuevas oportunidades para
productores que nunca habían sido protagonistas.
En la historia que estás viendo, esto no compite con el
café dominicano tradicional.
Lo complementa.
Lo proyecta al futuro.
La Fábrica – Coffee
& Cacao Factory: cuando el territorio cuenta su historia en voz alta
Regresamos a Samaná.
La niebla otra vez.
La montaña otra vez.
Pero ahora ves una escena distinta: la de un proyecto que ha entendido que el
café no es solo un grano, es una narrativa.
La Fábrica – Coffee & Cacao Factory se levanta entre
árboles, caminos de tierra y fincas que llevan décadas, a veces generaciones,
trabajando la tierra.
Su filosofía se podría resumir así:
Detrás de cada taza, hay pasión, historia y arte.
Queremos que sientas la unión entre la naturaleza y las personas que lo hacen
posible.
Aquí, el visitante no solo prueba café:
camina entre los cafetales, toca las cerezas maduras, escucha el sonido del
despulpado, ve el café extendido secándose al sol, huele los aromas del tueste,
aprende a distinguir perfiles sensoriales.
Desde la finca hasta la taza, cada sorbo cuenta un
momento de dedicación y origen.
La Fábrica no se limita a producir su propio café.
Articula territorio, comunidad y esencia:
reconoce a los pequeños productores, los integra, les da valor agregado.
Lo que antes era un grano anónimo ahora tiene rostro, nombre, coordenadas en el
mapa.
En tu asiento de privilegio, comprendes que este lugar es
más que un atractivo turístico:
es un centro de interpretación del café de Samaná y, por extensión, de la
historia cafetalera dominicana que ya se acerca a los 300 años.
La montaña, al fin, está contando su propia versión de
los hechos.
Tres siglos después, la
taza te mira de vuelta
La pantalla se oscurece.
Solo queda la imagen de una taza humeante en medio de la niebla de Samaná.
Apagas la “película”.
Pero la historia sigue viva en tu taza.
Cuando vuelvas a tomar café —ahora el de Samaná, tal vez
disfrutado en una mesa de La Fábrica— sabrás que no estás bebiendo solo una
bebida caliente.
Estás sosteniendo, entre las manos,
un viaje de siglos,
una cadena de personas,
un territorio que por fin ha decidido contar su historia.
Y, como todo buen secreto bien contado,
este café no solo despierta:
también despierta conciencia.
Contacto directo: WhatsApp: 849-408-1244
Un Tour completo desde el cafetal hasta la taza, charla con productores, degustación, venta directa de productos de origen.
Samaná ya no solo es
mar, ballenas y playas. Ahora también es aroma, montaña, comunidad y café. Y
todo eso se vive —no se visita, se vive— en La Fábrica.
📎 ANEXO: El grano que domina hoy en Samaná
Aunque en el imaginario popular
suele hablarse del “café dominicano” como si fuera uno solo, la realidad
botánica es más precisa: el grano que predomina actualmente en Samaná pertenece
a la especie Coffea canephora,
conocida mundialmente como robusta. Esta
planta tiene un origen ancestral en los bosques tropicales de África central y
occidental, donde creció de forma silvestre durante milenios antes de su
domesticación. Fue reconocida formalmente por la ciencia en 1897, cuando el botánico A. Froehner la
describió como una especie distinta, más resistente al calor, a las plagas y a
la irregularidad climática que la tradicional arabica.
Su llegada al Caribe —incluida la costa norte dominicana— ocurrió a finales del
siglo XIX y comienzos del XX, impulsada por las condiciones ideales de la
región: suelos fértiles, humedad constante y altitudes moderadas. Gracias a su
robustez natural, a su productividad y a su capacidad de adaptarse a los
cambios ambientales, Coffea canephora
terminó convirtiéndose en la columna vertebral de muchas plantaciones actuales
de Samaná y zonas cercanas, donde alcanza perfiles sensoriales más densos,
achocolatados y terrosos cuando se procesa con la técnica adecuada.
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Historias con alma. Textos que permanecen.


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